lunes, 9 de julio de 2012



Había una vez una lágrima agridulce.
La siento, la siento crecer en mi corazón, y se esfuma en mi piel, se desliza por ella como un río sin fin. Noto como fluye, fluye por mi alma. Cae por mi cara, se desliza en mi boca, y comienzo a saborearla, sabe a gotas del mar, pero en ella lleva dolor. El dolor se convierte en esperanza, la única que queda en mí.
De pronto, no siento sólo las lágrimas por mi cara, siento un aire frío por mi piel, un escalofrío me recorre. Parece que estoy frente al mar, y la infinita oscuridad del horizonte me hipnotiza, me hace pensar que estoy sola. Siento un vacío enorme en mi corazón, mi alma sangra. La osuridad me lleva, me lleva con ella y no me suelta. La soledad no se separa de mí. El dolor en cambio sigue ahí.
El tiempo parece ser eterno, igual que el dolor que permanece en mí. Pero aunque mi alma esté en la soledad, mi cuerpo sigue ahí, en la realidad. Abro los ojos, veo un cuerpo acurrucado en una esquina, solo, con los pelos de punta. Veo un espejo, y en él, se muestra mi cara. No me reconozco, no soy yo, no. Mi mirada se clava en mis ojos, y veo un cuerpo dolorido, pero vivo.
Una lágrima agridulce, llena de dolor.






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